Sólo trescientos años atrás…

Vivía en una corte de Venecia, mi padre celebraba una fiesta en la que mucha gente iría con máscaras para celebrar un carnaval. La hora había llegado el gran salón en el cual toda la gente invitada esperaba a mi familia estaba repleto. Salí al gran salón ataviada con un vestido negro, un corsé granate con detalles del mismo color que el vestido y cubriéndome los ojos una máscara a juego con el corsé con dibujos en plata. De mi cuello colgaba una hermosa cruz.

La música de un piano llegó a mis oídos, era triste parecía que añoraba el amor de quien antaño tocó con sus dedos las teclas de su ahora restaurado teclado. Empecé a bajar las escaleras al compás de su triste melodía, poco a poco, sin prisa alguna, hasta pisar el suelo donde los demás bailaban. Un caballero enmascarado se inclinó ante mí y me ofreció su mano enguantada. Me detuve un instante a observarlo, su larga melena cobriza se extendía por su espalda hasta llegar al lazo que la apresaba, en su cara una máscara negra cubría sus ojos, una blusa blanca y un chaleco rojo cubrían su pecho y unos pantalones negros encerrados en unas botas cubrían sus piernas y pies.

Alzó su vista y enseguida quedé prendada de tan hermosos ojos verdes.

– ¿Me concedería tan hermosa dama, un baile?
Me agaché un poco a modo de reverencia y deposité mi mano desnuda sobre la suya, aun enguantada. La agarró y depositó sus labios sobre mis dedos. Volvió a mirarme y me condujo entre la gente hacia el centro del salón.

Hizo una reverencia más y sujetó mi cintura firmemente con una mano, atrayéndome hacia él, y con la otra sujetó mi mano. Deposité la mano que me quedaba libre en su hombro y me acercó más a sí. Podía sentir su aliento en mi oreja, cálido cual llama, suave cual pluma. Cerré mis ojos y dejé que fuese él quien me guiase en nuestro baile.

– Sois muy cálida, mi señora.

Las mejillas se me encendieron y le miré.

– Gracias, mi señor. Pero qué decir de vos si sois un bailarín excepcional.

– Gracias, mi señora.

Sentí como sus labios se pegaban a mi oreja después de sus últimas palabras, besándola. Llevábamos ya varias canciones bailando cuando me susurró al oído.

– Mi señora, ¿os gustaría tomar un como el aire?

Asentí con la cabeza, con tanta gente en el salón era muy difícil bailar y respirar era aún más difícil si cabe con el corsé. Tiró de mí hasta la puerta del balcón, solté su mano y anduve hasta apoyarme en la fría piedra. Cerró la puerta tras de nosotros para obtener un poco de intimidad.

Contemplé como la gigantesca luna era ahogada en el estanque que yacía bajo el balcón, donde bellos cisnes batían sus alas de un blanco puro. Se acercó a mi rodeando me con sus brazos mi cintura, arrastrando me al calor de su cuerpo.

– Mi señor, ¿sois vos el ángel que me salvará de este infierno en el que resido?

Me giró y me miró sorprendido, luego alzó su mano hasta mi cara y suavemente, de una caricia, apartó el pelo que me la cubría por acción del viento.

– Decid me, mi señora, ¿Cómo podéis vivir en un infierno? Lo tenéis todo.

– Os equivocáis, sólo hay una cosa que me falta en esta mi desdichada vida. – Agaché mi cabeza y el viento hizo que mi largo pelo negro la ocultase.

– ¿Qué es lo que le puede faltar a una rica y hermosa dama como vos? – Alzó mi cara cogiendo la de mi mentón y me atrajo hacia él, besándome profundamente bajo la atenta mirada de la luna.

– El amor, mi señor, es lo único que anhelo. – Lágrimas empezaron a brotar de mis ojos.
Retiró su máscara y a continuación retiró la mía con suma delicadeza, arrojando las dos al vacío, desde el balcón.

– Cuan hermosos son esos diamantes líquidos que de vuestros ojos caen…– Secó mis lágrimas con un pañuelo y volvió a meterlo en el bolsillo del que lo había sacado – …pero no puedo dejar que su hermosura eclipse la vuestra…

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